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Capítulo 7: La Biblioteca que no pide permiso.

El cuero silbó antes de caer. El primer golpe fue en el hombro, seco y preciso, dejando una línea que ardía como hierro. Sofía se encogió, pero no gritó. El segundo en el muslo, más fuerte, haciendo que las piernas flaquearan.

—Cuenta —ordenó Viktor, voz helada.

Uno. Dos. Hasta diez. Cada impacto era castigo puro, sin pausa, sin misericordia. La piel se encendrío en rojas, el cuerpo temblando bajo el vestido manchado. Cuando terminó, Sofía estaba de rodillas, jadeando, lágrimas silenciosas rodando.

Viktor respiraba agitado, la correa colgando.

—Nunca más —gruñó—. Me avergüenzas y pagas. Así de simple.

La levantó del pelo y la tiró a la cama boca abajo. No hubo palabras suaves, ni dudas. Solo la tomó como castigo: duro, rápido, sin importarle los gemidos de dolor que se mezclaban con el placer traicionero de su cuerpo. Entraba como quien marca territorio, embestidas que dolían más por las marcas frescas.

Cuando terminó, se apartó como si quemara, se arregló el traje y salió dando portazo.

Sofía se quedó boca abajo, el fuego en la piel latiendo con cada latido. Obedecería. Por su madre. Por la deuda. Por la familia que dependía de que ella tragara. Pero romperse... no. No le daría ese lujo. No más lágrimas que él viera. No más gritos que lo alimentaran.

Al día siguiente, desayuno sola: agua y una manzana, como ordenó. Almuerzo igual, bandeja fría en la habitación. Viktor no apareció. Ni una mirada, ni una palabra. La mansión era enorme, silenciosa, un laberinto de pasillos que apenas conocía.

El aburrimiento y el dolor la empujaron a salir. Caminó despacio, las marcas ardiendo bajo ropa holgada, los muslos rozándose con cada paso. Pasillos con cuadros oscuros, guardas que la ignoraban. Giró en un corredor que no recordaba y encontró una puerta entreabierta.

Empujó. Y se quedó sin aliento.

Una biblioteca. Techos altos, estanterías de madera oscura hasta el cielo, miles de libros encuadernados en cuero, olor a papel viejo y polvo noble. En su infancia en Queens, los libros eran lujos: cuadernos robados para dibujar, cuentos cortos prestados de la escuela que devolvía con miedo. Nunca una habitación entera dedicada a ellos.

Entró como en trance. El aroma la envolvió: papel amarillento, cuero curtido, un toque de humo de chimenea apagada. Tocó los lomos con dedos reverentes. Títulos en ruso, inglés, francés. Encontró uno que la llamó: “La Prisionera del Zar”, una novela antigua sobre una campesina capturada por un noble cruel, obligada a servir en su palacio, humillada pero sobreviviendo con astucia secreta. Ilustraciones en blanco y negro: una mujer arrodillada, un hombre con látigo, pero en los ojos de ella... fuego.

Sonrió amargo. Parecido. Demasiado.

Lo tomó, se sentó en un sofá amplio cerca de un ventanal enorme que daba al jardín nevado. La luz fría entraba, iluminando las páginas. Abrió el libro y se perdió. Las marcas ardían con cada movimiento, fuego vivo en hombros, muslos, espalda. Pero ignoró. Leyó sobre la prisionera que fingía sumisión mientras planeaba, que usaba el dolor como armadura.

Horas pasaron. No oyó los pasos.

Viktor entró silencioso, la vio desde la puerta. Sentada, piernas recogidas, libro abierto en el regazo, luz bañándola como en un cuadro. Las marcas rojas asomaban bajo la manga subida, en el cuello, en el tobillo. Pero ella... serena. Relajada. Labios entreabiertos leyendo, dedo siguiendo las líneas, una paz que no había visto nunca en ella.

Algo se removió en él, pero lo aplastó. Dio un paso fuerte.

Sofía levantó la vista, sobresaltada, cerrando el libro de golpe.

Viktor alzó una ceja.

—¿Qué haces aquí?

Ella se incorporó despacio, el fuego en la piel recordándole el castigo.

—Exploraba —dijo bajito, voz firme—. No sabía que tenías esto.

Él se acercó, tomó el libro de sus manos.

—“La Prisionera del Zar” —leyó el título, sonrisa cruel—. ¿Te ves en ella, gordita? ¿La campesina fea que sirve al amo?

Sofía no bajó la mirada.

—Sirve —dijo—. Pero sobrevive.

Viktor soltó una risa seca, dejó el libro en la mesa.

—Sobrevives porque yo lo permito. Ven. Tenemos visita mañana. Y tú... tú vas a portarte bien.

La tomó del brazo, justo sobre una marca. Ella se tensó, pero no gimió.

—¿Visita? —preguntó.

—Negocios. Y tú serás el adorno silencioso.

La llevó de vuelta a la habitación, empujándola dentro. —Mañana te traen ropa nueva. Y si vuelves a avergonzarme... la correa será lo menos.

Cerró la puerta con llave.

Sofía se dejó caer en la cama, el libro todavía en la mente. La prisionera del zar había encontrado una daga escondida.

Ella encontraría algo.

—¿Y si el mañana fuera diferente, Viktor? —susurró al vacío.

Pero nadie respondió.

Sofía mira su reflejo en el espejo de la mesita de noche, ella misma se ve diferente, se ve con un fuego interno en lo profundo, mira sus propios ojos, muchas emociones mezcladas bajo esa mirada serena, de aceptación, sabía que podía contraatacar, pero con un poder más fuerte que el control y la violencia; silencio.

Asintió para ella misma, a partir de mañana ella responderá de otra manera, luchará con serenidad, con silencio, y tal vez, sólo tal vez, algún día por su libertad, pero por ahora, simplemente se acomoda en la cama y cierra los ojos, pensando en lo que podría suceder mañana más tarde.

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