—Alejandro —lo llamó Juana, alzando la vista—. Te presento al que te comenté: el novio de Luciana… bueno, todavía no —añadió, guiñándole un ojo a Ciro—, pero yo digo que pronto lo será.
“¿Ah, sí…?”
Alejandro medía un poco más que el propio Ciro; lo observó por debajo de las pestañas, con esa elegancia casi displicente que dominaba.
—Mucho gusto. Alejandro Guzmán.
—Ciro Ramos, encantado.
Juana aplaudió la coincidencia:
—¡Ya que nos encontramos, por qué no comemos todos juntos? Entre más, mejor, ¿no crees, Alejandro?
Luciana abrió la boca para negarse; con ellos delante, el almuerzo le caería como piedra.
—Claro —se adelantó Alejandro, sin apartar la mirada de Luciana—. Señor Ramos, acompáñenos.
Ciro no respondió de inmediato; buscó la aprobación silenciosa de Luciana.
Juana, viendo la duda, se colgó amistosa del brazo de Luciana:
—¡Vamos! El gerente dijo que hoy la langosta y los caracoles están de muerte. ¡Me muero de hambre!
Y le quitó cualquier margen para rechazar.
***
El privado qu