La cálida viscosidad le resbaló por las mejillas, mezclándose con sus propias lágrimas. Segundos después, el cuerpo de Ricardo cedió por completo, recargándose sobre su hombro sin vida.
—No… por favor… no… —murmuró Luciana, temblando de pies a cabeza.
En ese instante, el monitor cardíaco lanzó un pitido estridente. Luciana era médica y no necesitaba mirar la pantalla para saber lo que significaba. De todas formas, enfocó la vista y vio cómo la línea del pulso se estiraba en una curva plana e inalterable.
—Pa… pá… —jadeó, con la voz casi ahogada.
¿Cuánto tiempo había pasado desde la última vez que se había atrevido a llamarlo “papá”? Le resultaba tan ajeno que, al intentar pronunciarlo, se le quebró la voz.
—¡Papá! —logró articular al fin, mientras lo abrazaba con desesperación—. ¡Papá!
Por desgracia, ya no podía escucharla.
—¡Papá! ¡Pa… pá! —lo llamó una y otra vez, enredada en su propia congoja.
El equipo médico entró de inmediato para encargarse de las labores de rutina tras la defun