Martina despertó en la cama. No habían corrido las cortinas, pero la claridad entraba más tenue de lo normal.
—¿Ya despertaste? —llegaron pasos; era Salvador.
La casa tenía cámaras internas: él había estado trabajando en el estudio y, al verla abrir los ojos en el monitor, subió de inmediato.
—Ajá —asintió ella, incorporándose.
Salvador colocó un cojín detrás de su espalda y le peinó con los dedos el cabello.
—Quédate sentada un momento, que el cuerpo termine de arrancar antes de ponerte de pie.
—Está bien.
Martina sabía por qué lo hacía: no quería que un movimiento brusco le alterara la presión y le diera lata la cabeza. “Se empapó de mi diagnóstico”, pensó. Cuando Salvador se empeñaba en cuidar a alguien, lo hacía en serio… lástima que el tema de los sentimientos fuera otra historia.
—¿Está lloviendo?
—Sí. Vino con viento fuerte, tipo tormenta tropical. No ha podido venir la empleada.
—¿Y entonces… qué voy a comer? —le salió del alma.
A él se le ablandó la mirada.
—Conmigo no te qued