Se volvió a mover de un lado a otro y, al rato, regresó con una charola de metal donde llevaba unas hojas secas, delgadas, casi como tiras de alga.
—¿Qué es eso? —preguntó Martina, curiosa.
—Para ahuyentar mosquitos —explicó Salvador—. La gente de la isla lo usa así; funciona muy bien.
Encendió las hojas con el encendedor y, al arder, llenaron el aire con un aroma fresco y suave.
—Huele rico —Martina aspiró, satisfecha.
Salvador colocó la charola a los pies de ella y sacó de su bolsillo una cajita con aceite herbal.
—¿Dónde te picó?
Martina, con una idea en mente, señaló el brazo derecho.
—Aquí.
—Listo.
Abrió la cajita, le sostuvo el antebrazo y untó el aceite sobre la roncha.
—¡Ah! —Martina se sorprendió al verla—. Qué bulto tan grande… Estos mosquitos sí que pican duro.
—Ajá —Salvador asintió—. Todo aquí es muy natural; los mosquitos también… y grandotes.
Notó que ella lo miraba fijo.
—¿Qué pasó? ¿Por qué me ves así?
—Tss —chistó Martina, negando con la cabeza—. Pareces nativo de la