Mientras Salvador terminaba de armar los raviolitos para el caldo, Martina se fue a la sala y prendió la tele. Él levantaba la vista de vez en cuando: no temía que ella se escapara, le preocupaba que se sintiera mal y no darse cuenta a tiempo.
Hasta que, en un último vistazo, ya no la vio.
—¡Marti!
Se le encogió el estómago. Corrió a la sala: nada. Subió, bajó, revisó cada cuarto. Nada.
—¡Marti!
¿De verdad se había ido? Afuera azotaba la lluvia con viento. Con ese cuerpo flaquito, ni al muelle llegaba.
Entonces notó la puerta de vidrio que daba a la zona de la alberca, abierta de par en par.
—¡Marti!
Salió bajo el aguacero.
—¿Marti?
—¡Aquí!
Siguió la voz: ella estaba agachada en el jardín, haciéndole señas.
—¡Martina! —dio zancadas hasta llegar y quiso alzarla; estaba empapada—. ¿Qué haces aquí? ¡Está diluviando! Vámonos adentro, ya.
—¡Espera! —se aferró a su brazo y señaló los arbustos junto al muro—. Mira.
—¿Qué…?
Al inclinarse, distinguió un bultito tembloroso bajo las hojas.
—¡Es u