En realidad, Martina estaba peor.
Salvador miró cómo lloraba, entre hipidos y sin aire, sin entender del todo.
—¿Por qué lloras?
—¿Es por lo que dije? Pero esto lo hiciste tú. Yo solo estoy diciendo la verdad.
Cuanto más hablaba él, más imposible le era a Martina contener el llanto.
En un arranque desquiciado, Salvador le tomó la cara entre las manos y la obligó a mirarlo.
—Dime por qué lloras, ¿eh?
Martina ya ni podía hablar.
—¿Por qué no dices nada? —la mirada de Salvador se fue helando, poco a poco—. Porque no tienes nada que decir, ¿cierto? ¿Sí? Dímelo, ¿es así? Hacerme esto… hacérselo a nuestro bebé…
—¡Ah! —Martina cerró los ojos y se llevó las manos a la cabeza, con dolor.
—¡Marti!
Luciana se asustó, apartó a Salvador de un empujón.
—Marti se siente mal. ¡No la presiones!
—¿Se siente mal? —soltó una risa baja y amarga—. ¿De veras se siente mal?
Él también estaba mal. Le dolía el cuerpo como si fuera a partirse en dos; le dolía hasta querer morirse.
—¿Que yo la presiono? ¡Es ella