Pero Salvador todavía se aferraba a una última esperanza.
O quizá se obligaba a aferrarse a ella.
—Marti.
Con la mirada baja, murmuró:
—Dime que nuestro bebé… que todavía está en tu vientre, ¿sí?
Martina abrió la boca, pero no logró pronunciar palabra. Al instante se le enrojecieron los ojos; apretó los labios, conteniéndose para no llorar.
—Habla.
Salvador dio dos pasos, le sujetó los hombros con brusquedad y estalló:
—¡Martina! ¡Mírame! ¡A mí! ¡Dime que está bien! ¡Que no nos dejó! ¡Que su mamá no lo rechazó!
Martina, entre el miedo y la pena, negó con un hilo de voz, ahogada en sollozos.
—¿Por qué lloras?
De pronto, a Salvador también se le humedecieron los ojos. Le flaquearon las piernas; sentía el pecho como si le hubieran abierto un hueco y un viento helado, como de ventisca, se le metiera hasta el fondo. Frío y dolor. Apenas podía sostenerse.
—Dímelo. ¿Por qué lloras?
Martina solo negaba, llorando.
Todo había sido tan abrupto… y estaba demasiado débil, por dentro y por fuera.
—S