—¿Te interesa tanto mi pasado? —Salvador curvó apenas la boca.
—La verdad, no —Martina ya se arrepentía; “¿para qué dije eso?”—. Lo solté sin pensar. No tienes que poner esa cara.
¿“Poner cara”? A él le hizo gracia, pero no iba a discutir. Sabía la regla de oro del casado: si quieres paz en casa, primero la esposa.
—Marti, no hablemos del pasado, ¿sí? —le masajeó el cuero cabelludo con suavidad—. Eres mi esposa; el futuro lo caminamos juntos.
Martina torció la boca, cerró los ojos.
—Ráscame a la izquierda. Me pica.
—¿Aquí?
—Más abajo…
—¿Ahí?
—Sí… así. Qué rico.
Afuera el sol estaba perfecto. Ya bañada, Martina se sentó en el balcón a que el cabello se secara al aire; Salvador montó un caballete y volvió a pintarla. Ella no quiso posar: se dejó caer en la tumbona, como estaba.
Al rato sonó el timbre. Era Manuel Pérez.
—¿Trabajo? —preguntó Martina, con curiosidad.
—Un pendiente que tengo que ver —Salvador tomó una tablet y se la pasó—. Distráete un rato. Vuelvo enseguida.
—Está bien.
Con