—Abuelo…
Miguel no vino a ponerla entre la espada y la pared.
—Sé que tienes tus propias razones. No vengo a pedirte que vuelvas con Alejandro… —se detuvo, como si le costara decir lo que seguía—. Solo quiero pedirte que, si algún día se topa con algo que lo rebase, que no pueda con ello, vayas a verlo.
—¿Qué…? —a Luciana se le apretó el pecho—. ¿A Ale le pasó algo?
Miguel leyó su inquietud y le sonrió, satisfecho.
—Tranquila, buena niña, Ale está bien. No le pasa nada ahora. —Hizo una pausa—. Digo por si acaso. Si en algún momento… por ejemplo, dentro de poco, cuando yo ya no esté…
—¡Abuelo! —a Luciana se le quebró la voz y las lágrimas volvieron a subir.
—No tengas miedo —los ojos de Miguel también se humedecieron—. No llores. Te busqué para eso: cuando llegue ese momento, sosténlo tú. Ese día no puedes quebrarte así.
Luciana, con la vista nublada, apretó la mandíbula y asintió, rota.
—Sí… Lo sé, abuelo.
—Bien, bien —exhaló, aliviado, como si por fin soltara un peso—. Con eso me qued