—Ahí. —Martina alzó la mano y señaló.
—Listo.
Vicente la cargó hasta la recámara principal, la recostó con cuidado. Aunque habían ido bajo paraguas, la lluvia terminó por alcanzarlos. Él traía medio saco empapado; ella tenía el chal húmedo y el cabello salpicado.
—Marti —le sostuvo los hombros—. Quítate el chal. Húmeda te vas a enfriar.
—…Ok.
Medio ida, dejó que la incorporara. Vicente le retiró el chal y, sin esperarlo, quedó a la vista el vestido de tirantes: clavículas limpias, hombros redondeados, esa piel suya siempre luminosa.
No era la belleza que tumba a primera vista —menos coexistiendo con gente como Luciana o el propio Vicente—, pero su piel y su luz la volvían inolvidable: de siete u ocho, pasaba a nueve. Él tragó seco… y apartó la mirada. No le tocaba mirarla así.
Dejó el chal a un lado, fue al baño y regresó con una toalla. Se la pasó, con movimientos lentos, por el pelo.
—No te muevas. Si no te lo seco, vas a amanecer con gripa.
—Mm. —Se quedó quieta, obediente.
El aire