—Llama a Salvador —le dijo Vicente cuando el auto ya avanzaba.
—Ajá. —Martina asintió y buscó el teléfono—. ¿Dónde está? ¿Se me perdió?
—¿No estará en tu bolsa? —él señaló el bolso a su lado.
—¡Cierto! —rió, atolondrada—. Ya ni me acordaba.
Estiró la mano y se ladeó más de la cuenta.
—¡Cuidado!
Vicente la sostuvo del brazo; de no hacerlo, ya estaría en el piso del coche.
—Estoy bien… —musitó.
—Siéntate derecha. —Con una mano la afirmó y con la otra abrió el bolso, encontró el teléfono y se lo pasó—. Toma.
—Gracias.
Marcó.
—¿Aló? —Salvador venía de regreso; se le notaba la sonrisa en la voz—. ¿Te desesperaste?
—No. —Martina se apretó la sien—. Para decirte que no vengas. Ya voy camino a casa.
—¿Cómo? ¿No quedamos en que te recogía? ¿Con quién te vas?
—Con… un coche. —La cabeza le latía—. Qué fastidioso eres. Sigue en lo tuyo. Ya llego.
Colgó y, como niña, le devolvió el teléfono a Vicente.
—Listo.
—Bien —él guardó el celular en el bolso.
La lluvia arreció. Era otoño y, con el aguacero,