Luciana vio cómo la luz en los ojos de Lucy se iba apagando. Igual, tenía que decir lo que tocaba.
Llevaba noches sin dormir: cada vez que cerraba los ojos volvía a ver el cuerpo destrozado de Ricardo Herrera.
Parpadeó. Sentía los ojos secos.
—Ustedes me dieron una vida… pero también me la quitaron.
Desde que se descubrió su origen, ciertas “casualidades” tenían explicación. Enzo venía de los Anderson, con intereses por detrás, y su familia política igual: para todos ellos, una hija fuera de matrimonio era inaceptable.
—Luci… —intentó Lucy, sin saber por dónde empezar.
—No hace falta —respondió sin interés—. Esas cuentas son demasiado enredadas. No quiero oírlas.
Sonrió con tristeza.
—Solo quédate con esto: la mujer que ves, la que está aquí frente a ti… esta vida me la dio mi papá, Ricardo Herrera.
A Lucy se le encendieron los párpados de rojo.
Luciana bajó la mirada y suspiró.
—No vuelvas. Y si no puedes contenerte, piensa en mi papá: lo condenaste a una vida de dolor. Ya no está. ¿D