Apenas Alejandro terminó la frase, le sostuvo el rostro con ambas manos y se inclinó para besarla.
Luciana cerró los ojos y se dejó besar.
Era un beso nacido de la misma emoción, llamado a ser dulce y perfecto… pero llegaba a destiempo.
En segundos, las palmas de Alejandro se humedecieron: eran las lágrimas de Luciana.
Él no estaba mejor; las lágrimas de los dos se mezclaron, impotentes y tristes.
—Tonta… —sus dedos secaron las gotas de sus mejillas—. ¿Por qué lloras?
—El tonto eres tú —sollozó ella, casi en reproche—. ¿Por qué no viniste en persona aquella vez?
—También quería hacerlo… Pero entonces yo no veía; estaba en tratamiento por mis ojos.
Si pudiera volver atrás, Alejandro no habría mandado a Sergio ni el broche ni la nota. Así, al menos, no habría confundido de persona.
—¿Y dices que yo soy la tonta? —le pellizcó la nariz—. ¡Era tuyo! ¿Cómo dejaste que te lo arrebataran?
Luciana negó llorando. No era la primera vez que Mónica le robaba algo: empezó por su padre y siguió incon