Cuando Salvador llegó, la vio subir una caja junto a un compañero. Al colocarla, no reparó en la zanja de desagüe y metió un pie hasta el tobillo.
—¡Ay! —se quejó.
El colega le aconsejó:
—Vacía el agua de los zapatos; con sandalias no podrás cargar nada.
—Tienes razón.
Martina levantó la pierna y, al girarse, vio a Salvador bajo un paraguas. Se quedó boquiabierta.
—¿Cómo diste conmigo? No te dije que estaba en el almacén.
—Tengo boca; sé preguntar —replicó él, molesto al verla empapada.
En dos zancadas llegó hasta ella y, sin consultar, la alzó en brazos.
—¡Ey! —Martina rodeó su cuello, sobresaltada—. ¡Bájame! ¡Queda trabajo por hacer!
Salvador soltó una risa irónica.
—¿No hay hombres en tu servicio? ¿Por qué te ponen a ti a cargar cajas?
—Somos colegas, cobramos lo mismo; todos hacemos lo mismo —respondió ella.
—¿Y el compañerismo? —refunfuñó—. ¿Desde cuándo cederle a una mujer es “chantaje moral”? Quien diga eso no sabe ni de ética ni de cortesía.
Aquella frase le apretó el corazón a