45: El dolor de la verdad.
Entraba la tarde y yo seguía con la toalla en el cuerpo, tratando de que la ducha de hace unos minutos apagara el temblor que no se iba. Había intentado respirar para calmar los nervios, pero cada bocanada hacía más grande el vacío en el pecho. Cuando Valentino entró, su cara no mostró duda: tenía una mirada cerrada, dura, como si hubiera cruzado un umbral y ya no fuera el mismo. Su presencia se sintió más pesada, más peligrosa. Mi cuerpo respondió antes que mi boca: tembló.
—Vamos —dijo sin moverse del umbral y con la voz grave.
Tragué en seco. El silencio que siguió a sus palabras llenó la habitación, y supe que aquello no tenía marcha atrás. Pensé en los niños: en sus pequeños latidos, en el ruido que hacían dentro de mí, en cómo todo esto podía aplastarlos. La idea de que él no pensara en ellos me dolió más que el miedo.
—¿A dónde? —pregunté, tratando de ganar tiempo.
Él ya no dio explicaciones. Su mirada lo dijo todo: decisión, amenaza contenida. No era una orden suave; e