Roger me ayudó a entrar a la casa con pasos lentos, cuidando cada movimiento para que no apoyara el pie lastimado. Sus pasos eran firmes, los míos torpes, y aun así no me soltó hasta que me acomodó en el mueble de la sala. Me ayudó a recostarme, colocó un par de cojines detrás de mi espalda y se aseguró de que mi pie quedara en una posición cómoda.
—¿Necesita algo más? —preguntó con ese tono serio que siempre lo acompañaba.
Negué con un leve movimiento de cabeza.
—No, estaré bien. Solo necesito relajarme un poco.
Él asintió y se apartó con discreción, quedándose cerca, pero lo suficientemente lejos como para darme espacio. Sus pasos pesados se fueron perdiendo hacia la entrada y el silencio llenó la sala.
Cerré los ojos y respiré hondo. El olor del viñedo me envolvía incluso dentro de la casa: tierra húmeda, madera vieja, recuerdos. Y como siempre que me quedaba quieta, mis pensamientos se fueron directo a mamá. Acaricié mi vientre, tratando de calmarme.
Me pregunté qué pensaría mamá