Pablo nunca hablaba de Cuba, no del todo. Decía que allá se aprendía a resistir con la boca cerrada y el corazón abierto, pero más allá de eso, dejaba el resto en silencio. Hasta que una noche, solo, sentado frente a la pantalla en blanco de su portátil, con una botella de ron Mulata a medio terminar, los recuerdos lo arrastraron como una corriente sucia de agua estancada. Y ya no pudo frenarlos.
La Habana no era postal. Era sudor, humo y santo. Callejón con olor a fritanga y tambores lejanos que marcaban un ritmo que él llevaba en la sangre desde niño, aunque jamás lo dijera en voz alta. Su abuela, la Ñá, le decía que tenía «el muerto montado» desde pequeño. Que los orishas lo miraban de cerca, sobre todo Eleguá, el que abre y cierra caminos. Pero también le advertía que no todos los caminos llevaban a la luz.
Pablo se crió en un solar donde el agua caía por caños oxidados y la gente bailaba para olvidar el hambre. Su madre vendía cigarros sueltos y rezaba a Yemayá cada vez que él sa