La noche no se había ido del todo cuando Julia llegó antes de la hora habitual a la oficina. Llevaba los hombros encogidos y el corazón embotado, como si su cuerpo supiera que algo —más allá de la razón— estaba desmoronándose. La imagen seguía flotando en su cabeza: ella en el balcón, expuesta, vigilada, vulnerada.
Apenas cruzó la puerta, Pablo se levantó de su escritorio, visiblemente alterado. No había dormido. Sus ojos hinchados y su camisa arrugada lo delataban.
—Julia —dijo, al verla.
Ella no esperó a que la sala se vaciara. No había tiempo para códigos ni disimulos. Le hizo una seña con la cabeza y ambos entraron a su oficina. Cerró la puerta con seguro.
—Tengo que hablar contigo —soltó ella con voz rasposa. Sacó el celular del bolso y le mostró la foto. Luego el mensaje. Pablo palideció.
Silencio.
Julia lo miró.
—¿Tienes idea de quién pudo ser?
Pablo la miró durante largos segundos. Y después, como si hubiera ensayado esa escena en su mente mil veces, inhaló hondo, se acercó y