La lluvia llegó sin anuncio, como una revelación. Las gotas gruesas golpeaban los ventanales de la agencia con furia inusitada. Adentro, la rutina seguía su curso: llamadas, teclas golpeadas, café derramado. Pero el clima parecía presagiar algo. Como si el cielo supiera lo que iba a pasar antes que los propios protagonistas.
Julia estaba en su oficina, con los codos apoyados en la mesa, leyendo por tercera vez un informe que no lograba retener. Su mente no cooperaba. Cada dos líneas, el pensamiento volvía a él. A Pablo.
Hacía tres semanas que trabajaba allí. Y aunque no había cruzado ninguna línea tangible, la tensión se hacía más espesa con cada día. Era como una cuerda invisible que los unía, tirante, lista para romperse.
Y ese viernes, como si el destino hubiera coordinado cada segundo con cruel precisión, se quedaron solos.
Gaby se había ido a un evento de networking. Dos diseñadores salieron temprano por un curso de animación. La lluvia sorprendió al resto del equipo y ella, casi con indiferencia, les permitió retirarse antes. Pablo, sin saber que sería el único, se ofreció a quedarse para terminar una entrega pendiente.
—¿Seguro que no te molesta la tormenta? —le preguntó Julia desde la puerta.
—Crecí entre huracanes. Esto es una llovizna con estilo —bromeó él, sin levantar la vista del monitor.
Sonrió y se retiró, sintiendo que algo acababa de sellarse en el aire.
Media hora después, el silencio era espeso. Solo el sonido de la lluvia y el leve zumbido de la computadora llenaban el espacio. Julia preparó té de jazmín en la pequeña cocina. El vapor le acarició el rostro, como si también quisiera prepararla para lo que venía. Se volvió y caminó hacia la oficina de Pablo, una taza en cada mano.
—Pensé que un té no vendría mal —dijo, tendiéndole una.
Pablo la miró, agradecido.
—Gracias, jefa.
Esa palabra. Dicha con esa voz, con ese acento arrastrado… no sonaba a subordinación. Sonaba a juego. A confesión disfrazada.
No respondió. Se sentó frente a él, al otro lado del escritorio. Lo observó mientras bebía. Su cuello largo, los labios pegados al borde de la taza. Cada detalle era una distracción indecente.
—¿Siempre fuiste diseñador? —preguntó para romper la marea interna.
—No. Primero quise ser músico. Guitarra clásica. Luego periodista. Terminé dibujando cuando entendí que era mi forma más fiel de contar cosas sin explicar nada.
—¿Y qué cosas quieres contar?
—Las que nadie se atreve a decir en voz alta.
Sintió un escalofrío. No de frío. De conciencia. Él estaba hablando de más de diseño. Lo sabía. Y ella no supo cómo frenar la conversación, porque no quería.
Se hizo un silencio. Pablo la miró. Esta vez, sin filtro. Con esa forma de mirar que desarma. Fija, sin apuro. Como si intentara descifrarla, línea por línea.
Bajó la vista, pero sus mejillas ya estaban ardiendo.
—¿Te incomoda que te mire así?
—Me incomoda que no pretendas disimularlo.
—¿Y si te dijera que no quiero?
Esa fue la línea.
Una grieta se abrió en el suelo. Invisible, silenciosa. Pero irreversible.
Se levantó lentamente. Dio dos pasos y se apoyó contra el borde del escritorio. Él no se movió. Solo la siguió con la mirada, expectante. Ella tomó su taza, se la llevó a los labios y bebió un sorbo sin despegar los ojos de él.
—No deberías hablarme así —dijo, con voz baja.
—Tú tampoco deberías mirarme como lo haces.
Esa frase la desarmó. Porque era cierta. Porque la había mirado así. Porque lo deseaba, y no sabía cómo disimularlo más. Se sentó sobre el escritorio, a solo centímetros de él. Podía olerlo. Esa mezcla de piel tibia y perfume con fondo amaderado. Podía sentir la electricidad en el aire.
Él no se acercó. No necesitaba hacerlo. Su sola presencia era un imán. Julia estiró el brazo y tomó su muñeca. Fue un gesto mínimo, pero bastó. Sus dedos rozaron la piel y la corriente fue instantánea.
—No estamos solos, ¿verdad? —preguntó ella, sin referirse al edificio.
Pablo negó con suavidad.
—No. Nunca lo estuvimos desde el primer día.
Ella bajó la mirada a su mano sobre la de él. Lo soltó, como quien se da permiso para retroceder… pero no del todo.
—Necesito pensar —dijo, pero su tono no era de rechazo.
—Yo no quiero que pienses. Quiero que sientas.
Cerró los ojos. Era tan tentador. Su voz era una cuerda invisible tirando de su voluntad.
—Me tengo que ir.
—Entonces vete.
Pero ella no se movió.
Pasaron diez, quince segundos en completo silencio. Y luego Julia se inclinó. No lo besó. Solo apoyó su frente en la de él. Sus respiraciones se encontraron, mezcladas, calientes. Sus labios separados por apenas un suspiro.
Fue el momento más íntimo que había vivido en años. Más que el sexo con su marido. Más que cualquier caricia.
Fue una promesa.
—Hasta el lunes —dijo al fin, alejándose.
—Voy a soñarte —respondió él, y no lo dijo en broma.
Julia salió caminando lento, con el corazón galopando en el pecho. La lluvia seguía, como si no quisiera que el mundo se secara aún.
Esa noche no durmió.
Repasó el momento en su cabeza como si pudiera pausarlo y reproducirlo cada vez que cerraba los ojos.
Y supo que la línea ya no existía.
No entre ellos.
No dentro de ella.
Sus pensamientos volvieron nuevamente al momento en que se despidieron. Al cerrar la puerta detrás de sí, Julia sintió cómo se quebraba algo. No era algo que pudiera nombrar con claridad: no era su dignidad, ni su fidelidad, ni siquiera su compostura… era algo más sutil, más profundo. Era una estructura interna que la había sostenido durante años. Un autoengaño. Una armadura que ya no le servía.
Se apoyó contra la pared del pasillo vacío y respiró hondo. Sabía que no había besado a Pablo, pero… ¿acaso no había pasado algo más grave?
Había abierto la puerta de su deseo, sin filtro, sin contención. Y lo había hecho con una claridad pasmosa. Porque no era sólo atracción física. Era esa mirada que la leía como si cada parte de su cuerpo tuviera una historia que él quería escuchar. Era sentirse deseada con el tipo de intensidad que ella pensaba que ya no existía en su mundo.
Hacía cuánto no sentía eso con Álvaro… ¿Tres años? ¿Cinco?
Volvió a casa empapada. Ni siquiera se detuvo por un paraguas. Caminó bajo la lluvia como si necesitara que el agua le lavara la culpa, o la desorientación, o lo que fuera eso que la estaba devorando por dentro.
Cuando entró, Doña Ana ya se había retirado. La casa estaba silenciosa, demasiado silenciosa. Álvaro aún no había llegado. Otra noche encerrado en sus oficinas, o tal vez en un club de apuestas. Ella no quería pensar en eso.
Dejó el bolso sobre la mesa, se quitó los zapatos con rabia y fue directo al baño. Se miró al espejo. Estaba mojada, con el cabello alborotado, el maquillaje corrido. Pero había algo en sus ojos… algo nuevo. Una llama, una luz peligrosa. Un brillo que no veía desde hacía mucho tiempo.
Y ahí, sola, húmeda y temblorosa, sintió que algo en ella estaba volviendo a vivir.
Del otro lado de la ciudad, Pablo no se había movido de su silla.
Había cerrado su computadora, pero seguía mirando el punto exacto donde había estado sentada sobre el escritorio. Su perfume seguía en el aire. Vainilla, con un fondo casi imperceptible a madera dulce. Lo recordaría por siempre.
Se sentía agitado. Como si hubiera estado corriendo, o peleando, o besando. Como si todo su cuerpo hubiera participado de algo inmenso, aunque sólo hubiera habido un roce, un cruce de miradas, una frente contra otra.
Y sin embargo, sabía que eso era solo el principio.
La deseaba. No como una aventura, no como una fantasía inalcanzable. La deseaba con esa urgencia que te dice que vas a arruinar algo, pero igual avanzás.
Pero también sabía que estaba jugando con fuego.
Era su jefa. Estaba casada. Tenía una vida hecha, una empresa, una reputación. Y él… él era solo un cubano que había salido huyendo del fracaso, que había dejado atrás una ciudad, una hermana, un pasado que todavía dolía.
Cerró los ojos. La imagen de ella apoyando la frente en la suya volvió con violencia. Nunca nadie lo había tocado así. Con tanto silencio. Con tanta carga emocional.
Sabía que esa mujer iba a ser un huracán en su vida.
Y aún así, no pensaba correr.
Esa noche, ella intentó actuar con normalidad. Se preparó una cena ligera. Vino tinto. Encendió una vela, como solía hacer cuando Álvaro estaba ausente. Era su ritual de autocuidado. Su manera de no volverse invisible.
Comió sola, en silencio. El reloj marcó las once, su esposo no llegó.
Abrió su portátil y comenzó a revisar campañas. Pero no pudo evitar abrir, una vez más, la carpeta de Pablo. Esa línea negra dibujando una espalda. Esa frase: Conexión es deseo.
Se preguntó si él la había hecho pensando en ella.
Y se sintió estúpidamente viva.
Pero con la euforia llegó también el miedo. El conflicto. La contradicción. Porque, aunque su marido la tenía descuidada, seguía siendo su esposo. Y no era un mal hombre. Solo estaba roto en otras formas.
Él había sido su impulso de ascenso. Su protector. Su soporte en los años más difíciles. Le dio estabilidad, una agencia, contactos, una red. Le dio un apellido con prestigio, una casa, acceso a otro mundo.
¿Y ahora lo iba a traicionar solo por un arrebato?
¿O era algo más?
Porque Pablo no era un arrebato. Lo supo desde el primer día. Era un detonante. Una pregunta que no se atrevía a responder.
Se recostó en el sofá. Cerró los ojos. Sintió que estaba en el borde de algo. Como cuando estás frente a un abismo y todo tu cuerpo quiere saltar, aunque sepas que al caer no hay red.
Y entonces se preguntó:
¿Qué parte de mi ya se lanzó… y simplemente estoy esperando a que el resto me siga?Del otro lado, el cubano salió de la agencia pasada la medianoche. Caminó bajo la lluvia sin paraguas, igual que ella. Como si fueran dos cuerpos arrastrados por la misma tormenta, sin saber que estaban más sincronizados de lo que imaginaban.
Y mientras la ciudad dormía, dos corazones comenzaban a desordenarse.
Ya nada volvería a ser igual.