Si no fuera porque le urgía que Lorena no se recuperara tan rápido y se fuera derechito al hoyo, Teresa ni se habría molestado en ir al hospital.
Ese ramito tan bonito que llevaba tenía truco. Cada flor hacía algo distinto: una soltaba un aroma que podía provocar asma y agitación; otra mantenía el cuerpo en un estado tan acelerado que impedía dormir; y la última tenía un perfume que mareaba a cualquiera.
A alguien sano no le harían nada, nomás olerían rico. Pero alguien que trae los pulmones y el corazón hechos pedazos, alguien que acaba de inhalar gases venenosos… ese olorcito podía ser una sentencia. Un mal rato y se la podía llevar la fregada.
¡Mira tú cuánto cariño sentía Teresa por Lorena!
María y César también notaron el aroma apenas se acercaron. César se quedó serio. El doctor había sido muy claro: nada de olores fuertes cerca de Perla. Ni perfumes, ni flores, ni nada.
Él ya iba a decir algo, pero María se le adelantó:
—Mejor quédate con las flores. Nosotros ya traemos de todo,