—Me preocupo por ti.
—No hay nada de qué preocuparse.
César no se sentía tranquilo, así que se acercó y la ayudó a caminar de vuelta a la cama.
Perla evitó su mano.
—Mis brazos y piernas no están rotos.
Justo después de decir eso, su estómago sonó de una forma bastante inoportuna. Fue un momento incómodo, y Perla se sonrojó al instante.
Qué vergüenza, su estómago no hizo ruido antes ni después, pero justo frente a César, sonó.
Esa noche solo había comido algo de fruta, y ahora, después de haber dormido un poco, ya tenía hambre.
César se dio cuenta de su incomodidad y trató de romper el silencio para aliviar la tensión.
—Yo tampoco cené, tengo hambre. ¿Tienes ganas de comer algo? Puedo ir a comprarlo.
Perla miró la hora: eran las dos de la madrugada.
—Supongo que no hay nada abierto a esta hora. Mejor come algo de fruta, que no tengo mucha hambre.
César la detuvo con la mano.
—Si quieres, puedo traerte lo que quieras.
Treinta minutos después, la mesa frente al sofá estaba llena de comid