César fue quien salvó a Perla, y ella se lo agradecía de corazón. Pero eso no significaba que tuvieran que vivir bajo el mismo techo.
El guardia dejó la maleta y se fue, sin darle siquiera oportunidad de rechazarlo.
César no respondió de inmediato. Solo abrió el contenedor térmico y empezó a poner los platos sobre la mesita del centro.
—¿Tienes hambre? Esto lo cocinó doña Marta, preparó lo que más te gusta.
Esa mañana, César había llamado a la casa para que dejaran lista la comida y algo de ropa. Apenas terminó su reunión, se vino directo al hospital.
Con lo débil que estaba Perla, no era buena idea que comiera cosas de la calle. La comida de casa, con el sazón de doña Marta, era lo mejor para ella.
El aroma fue apoderándose de la habitación, y Perla tragó saliva sin querer. Su estómago empezó a rugir.
César puso los cubiertos uno por uno, y al ver que Perla seguía firme, sin moverse, se quitó la camisa frente a ella.
—¡César! ¿Qué haces? ¡¿Por qué te quitas la camisa así como así?! —d