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Capítulo 8 — La hoguera y la hoja

Alba

La noche ha caído.

Pero no me tranquiliza.

No cubre nada.

Desvela todo.

Me mantiene despierta. Como un mar negro, helado, gritando contra las paredes de mi cuerpo.

Un mar sin orilla, sin descanso.

Cada segundo me devuelve el reflejo de lo que estoy a punto de convertirme.

O de volver a ser.

Estoy sola en la sala. Congelada.

La espalda aún pegada a la pared, como si su sombra se hubiera quedado impresa en mi piel.

Como si su presencia hubiera cavado una huella en mi carne.

Como si ya no pudiera habitar este cuerpo sin sentirlo, a él.

Todo está en silencio, pero mi cuerpo grita.

Mis nervios vibran.

Mi aliento se quiebra contra mis labios entreabiertos.

Tengo el aliento corto. Las piernas pesadas. La garganta seca.

Ya no estoy realmente aquí.

Floto en algún lugar entre la memoria y el deseo.

Tiemblan. No de miedo. No de frío.

Sino de un fuego que nunca ha terminado.

Un fuego que él encendió sin siquiera tocarme.

Un fuego que pretendo querer apagar mientras yo misma lo alimento, con cada latido del corazón, con cada recuerdo que vuelve a golpear contra mis sienes.

Debería subir.

Dormir.

Huir de esta habitación.

De esta casa.

De él.

Pero no puedo.

Mis pies están encadenados a este suelo.

Mi corazón sigue suspendido en su voz ronca, en esta ira que no ha estallado, en este deseo que él devastó en mí antes de retirarse.

Me dejó allí.

Como un brasero abandonado.

Como un arma apenas desarmada.

Como un animal herido, jadeando en la oscuridad.

Podría haberme tenido.

Podría haberme tomado.

Él lo sabe. Yo lo sé.

Solo habría hecho falta una palabra. Un susurro. Una orden.

Y yo habría cedido.

Y este pensamiento me da vergüenza.

Me vuelve loca.

Pero no lo hizo.

Y esta ausencia de gesto me hiere más que si me hubiera roto.

¿Por qué se detuvo?

¿Por qué me miró así?

Con ese dolor en los ojos. Esa contención violenta.

Ese silencio que gritaba más fuerte que todo lo demás.

Me vio.

No mi máscara. No mi papel. No mi plan.

Vio esa falla en mí que escondo al mundo entero.

Y no se aprovechó de ello.

Se echó atrás.

Como si se negara a tomarme mientras yo no fuera la que eligiera pertenecerle.

Y eso es aún peor.

Me culpo por seguir temblando.

Me culpo por haber amado esa rabia contenida en sus ojos.

Me culpo por haber deseado ser su presa.

Su juguete.

Su cosa.

Me odio por sentir aún sus manos invisibles sobre mi piel.

Me odio por haber respondido a su cuerpo con el mío, incluso sin que él realmente me tocara.

Me odio por consumirme a causa de él.

Cierro los ojos.

Pero es a él a quien veo.

A él, con esa tensión en la mandíbula, esa voz más baja, más lenta, como un hilo tenso a punto de ceder.

Él, que me sostuvo como se retiene un grito.

Que me miró como si fuera a la vez su veneno y su remedio.

Aprieto los brazos contra mí, como si pudiera cerrarme sobre mi propio fuego.

Pero no es un calor suave.

Es una hoguera. Una inmolación lenta.

Ardo por él como se arde de una fiebre maldita.

Me consumo sin poder detenerme.

Cada recuerdo me quema un poco más.

Me veo contra la pared.

Su aliento en mi garganta.

Sus dedos sobre mi mandíbula.

Sus palabras, cortantes como hojas:

«No me pongas a prueba, Alba.»

Pero soy yo a quien pongo a prueba, en el fondo.

Soy yo quien juega con mis propios límites.

Soy yo quien se lanza al borde del precipicio, esperando que él me retenga... o que me empuje.

¿Por qué deseo que me pierda?

¿Que me posea?

¿Por qué ese vértigo cuando está cerca de mí?

¿Por qué mi cuerpo se abre a él mientras mi mente grita venganza?

Vine aquí para destruirlo.

Para ver su caída.

Para arrastrarlo por el polvo.

No para perderme en sus brazos.

No para vibrar a su contacto.

No para soñar con lo que habría sido una noche en sus tinieblas.

Y, sin embargo...

Cada paso que da hacia mí arranca una parte de mí misma.

Cada mirada que me lanza me quita el aliento.

Cada vez que se contiene, me rompo un poco más.

No quiero ceder.

No puedo.

Pero ya sé que estoy a punto de hacerlo.

Paso una mano por mi cabello, los dedos temblando.

Mi piel está húmeda. Mi corazón late demasiado rápido.

Siento la falla abrirse, amplia, cavernosa, lista para engullirme.

Y ya no tengo fuerzas para cerrarla.

Y pienso en él, de nuevo.

En sus silencios.

En su rabia contenida.

En ese dolor que mantiene enjaulado.

En esa falla en él que responde a la mía.

En esa parte de sombra que se parece demasiado a mí como para que sea un azar.

Sandro Moretti es una tormenta.

Y estoy a punto de sumergirme en ella, sin boya, sin defensa.

Quizás quiero que me arranque de mí misma.

Quizás quiero desaparecer entre sus manos.

Habrá un momento en que ya no podré retroceder.

Un momento en que no habrá vuelta atrás posible.

Siento que se acerca.

Siento que acecha.

Siento que me espera.

Finalmente me enderezo, como en un sobresalto.

Subo las escaleras, lentamente.

Pero no voy a dormir. Lo sé.

Solo voy a encerrarme en esta habitación, acurrucarme contra la cama fría, y pensar en él.

En lo que he huido.

En lo que he despertado.

En lo que él ha despertado en mí.

Y en la oscuridad, rezaré para que esta hoguera se apague.

Pero ya sé que es demasiado tarde.

El fuego está aquí.

Y ya estoy ardiendo.

Sin que él haya necesitado realmente rozarme.

Sin que haya pronunciado otra cosa que una advertencia.

Y ya no sé si quiero extinguirme o abrazarme hasta las cenizas.

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