Javier llegó puntual, con esa sonrisa fácil y esos ojos oscuros que siempre habían sabido encender una chispa en mí, una chispa diferente a la que Maximiliano provocaba, pero útil, muy útil, en momentos como este en el que necesitaba drenar toda la pasión contenida por culpa de Maximiliano Ferrer.
Lo invité a pasar, el camisón de seda deslizándose suavemente contra mi piel, dejándole ver mi culo desnudo, mientras cerraba la puerta tras él, aislando el mundo exterior de la urgencia que nos consumía. No hubo preámbulos innecesarios, solo la comprensión tácita de una necesidad mutua. La tensión sexual, espesa y palpable desde el humillante rechazo de Maximiliano, necesitaba una vía de escape inmediata, y Javier, con su disposición siempre servicial, era el conducto perfecto.
Mientras sus manos exploraban las curvas de mi cuerpo y sus labios buscaban los míos con una familiaridad que casi olvidaba, mi mente, tal cual una serpiente astuta, tejía planes oscuros. Maximiliano... su rostro de