Los meses en Nueva York se deslizaron con la rapidez del ritmo de la ciudad. Mi apartamento se llenó de mis cosas, mis rutinas se afianzaron y Ferrer Global se convirtió en algo más que un trabajo: era mi nuevo campo de batalla, donde luchaba por construir un futuro sólido y brillante. La amistad con Andrés florecía con una naturalidad sorprendente. Compartíamos confidencias, risas y el estrés propio de nuestros respectivos roles en la empresa.
Una tarde, mientras revisábamos los avances del proyecto de expansión en Latinoamérica, Andrés hizo una pausa y tomó su teléfono.
—Disculpa un segundo, Clara. Es mi madre.
Asentí, concentrándome en los documentos frente a mí. Escuché fragmentos de su conversación: "Sí, mamá... todo bien por aquí... ¿Max?... sí, lo vi hace poco...". Mi atención se agudizó involuntariamente al escuchar el nombre.
Andrés terminó la llamada con una sonrisa amable, aunque sus ojos reflejaban una ligera tensión.
—Todo en orden. Mamá siempre se preocupa.
Intenté actua