Los días siguientes pasaron volando.
El miércoles y el jueves fueron un respiro, como si el universo por fin me diera una tregua. No vi a Máximo La Torre ni una sola vez en todo el edificio, y por lo que escuché en el pasillo, había tenido que viajar a Roma por asuntos de la empresa. No lo voy a negar: me sentí aliviada. Por primera vez desde que trabajo ahí, pude concentrarme sin sentir esa presencia arrogante rondando mi oficina. Mis días transcurrieron entre planos, informes y café frío. Las luces blancas del estudio me mantenían despierta y la música instrumental llenaba los silencios. Todo en orden. Tranquilo. Casi… normal. Pero llegó el viernes. Y desde que abrí los ojos, supe que no iba a ser un día cualquiera. Me levanté temprano, tomé una ducha larga y dejé que el agua tibia me despejara. Al salir, abrí el armario y mis manos fueron directo al vestido negro. Era sencillo, elegante, con un corte justo que delineaba mi figura sin exagerar. Lo combiné con tacones finos y una cartera del mismo tono. Me miré al espejo: el reflejo que me devolvió la mirada parecía de alguien segura, firme, con el control absoluto. Perfecto. Justo como necesitaba verme. Al llegar al edificio, el sonido de mis tacones resonaba sobre el mármol del lobby. Algunas miradas se giraron, pero las ignoré. No tenía tiempo para impresionar a nadie. La reunión general estaba programada para las diez. Me senté en mi lugar, junto a Adrián, cuando sentí esa sensación tan incómoda de ser observada. Levanté la vista… y ahí estaba. Máximo La Torre. De pie, impecable, traje gris oscuro, corbata ajustada, y esa maldita expresión de superioridad que parece no abandonar jamás. Su mirada se cruzó con la mía por apenas un segundo, pero bastó para que me recorriera un escalofrío. No era miedo. Era algo que me negaba a analizar. Bajé la vista enseguida, fingiendo que no lo había notado. Durante toda la reunión no me habló ni una sola vez. Se limitó a intervenir cuando era necesario, con voz firme y profesional. Ni una provocación. Ni una mirada directa. Nada. Y, curiosamente, eso me tranquilizó. Cuando terminó la jornada, ya en mi oficina, mi celular vibró. Era un mensaje de Caterina La Torre, su hermana: “Aurora, no olvides mi fiesta de graduación esta noche. Me encantaría que vinieras 💕” Me quedé mirando la pantalla durante un minuto entero. No tenía ni el más mínimo deseo de ir, pero ella había sido amable conmigo, y no quería parecer descortés. Tal vez un rato no me haría daño. Pasé por el centro comercial al salir del trabajo. Compré un brazalete de plata con un dije en forma de estrella, delicado, bonito, sin exagerar. Lo envolvieron en una caja pequeña con un lazo dorado. Luego regresé a casa, me arreglé con calma y conduje durante una hora y media hasta el lugar de la fiesta. Era una finca enorme a las afueras de Milán. Las luces colgaban entre los árboles, y el aire olía a vino, flores y tierra húmeda. Los autos de lujo estaban estacionados a lo largo del camino. Cuando llegué, un valet abrió la puerta de mi coche. Bajé con cuidado, sosteniendo mi bolso y el regalo. —¡Aurora! —escuché la voz de Caterina acercándose, radiante con un vestido color champaña—. Me alegra tanto que hayas venido. —No podía faltar —respondí, sonriendo con educación mientras le entregaba la caja—. Felicidades por tu graduación. —Qué detalle tan lindo —dijo abrazándome—. Ven, quiero presentarte a unas amigas. La seguí entre grupos de invitados. Todo era impecable: mesas altas con manteles blancos, copas de cristal, música suave al fondo y luces cálidas iluminando cada rincón. Caterina me presentó a varias chicas, todas jóvenes, elegantes, de sonrisa ensayada. Tomé una copa de vino blanco. Apenas un sorbo. El aire estaba un poco denso y sentí una leve punzada detrás de los ojos. Respiré profundo. No era la primera vez. Me acerqué a la mesa de los pasabocas. Tomé uno, luego otro, intentando distraerme del leve mareo que comenzaba a enturbiar mi vista. Fue entonces cuando lo sentí. Esa presencia otra vez. —¿Kazra? —esa voz inconfundible, grave, firme. Me giré despacio. Ahí estaba. Máximo. Camisa negra remangada, el primer botón desabrochado, las mangas mostrando parte de los tatuajes de sus antebrazos. Se veía… diferente. Más relajado, más humano, pero igual de irritante. —¿Qué quieres ahora? —le solté, sin ocultar el fastidio. —Solo preguntaba si estás bien. —Perfectamente —mentí—. No hace falta que finjas interés. Me di media vuelta para alejarme, pero el suelo pareció moverse. Sentí un vacío repentino en el pecho, y la vista se me nubló por completo. Lo último que recuerdo fue su voz llamándome. Después, nada. Cuando volví en mí, la música era un rumor lejano. La brisa fría me golpeó el rostro y sentí algo firme sosteniéndome. Abrí los ojos… y me encontré en sus brazos. —Terca, Kazra —gruñó—, ¿te propones desmayarte cada vez que me ves? —Suéltame —susurré, todavía aturdida. —Ni hablar. Estás pálida, algo te pasa. —Nada. Estoy bien. —No parece “nada” —insistió, con ese tono autoritario que me hervía la sangre—. Deberías ir al médico. Intenté moverme, pero me sostenía con fuerza. Su olor me envolvía, una mezcla de madera y perfume caro que no quería recordar. —No necesito que me digas qué hacer, La Torre. —Por un segundo te vendría bien dejar de ser testaruda y respondona. Lo miré con rabia. —Gracias por… no dejarme caer. Pero no vuelvas a tocarme. Sus ojos se endurecieron. No respondió. Me soltó despacio, y di un paso atrás, tambaleante pero decidida. Caminé hacia la casa sin volver la vista. No pensaba darle el gusto de verme débil. Podía sentir su mirada clavada en mi espalda mientras me alejaba. Y aunque no quería admitirlo, la sensación me acompañó toda la noche. Esa sensación me generó angustia, esa que no sentía hace mucho, su perfume era familiar, aunque deseaba y quería saber el nombre de ese perfume, jamás, jamás le preguntaría al idiota. Me senté alejada pero sin verme petetica, recordé aquel día que intenté recordar que sucedió, quien era, aunque aún para mí no era claro, sin duda ese perfume que tenía la porquería esta era el mismo… Imposible no recuerdas eso.