El aire en el comedor era pesado, casi eléctrico. Aún podía escuchar el eco de las palabras de Adrián en mi cabeza, repitiéndose como una advertencia que no sabía cómo interpretar.
No todo lo que parece poder, lo es.
Cuando nos quedamos a solas, lo miré con atención. Su semblante seguía tenso, como si estuviera pensando en algo que no quería decirme.
—Adrián… —murmuré, jugando con el borde de mi copa—. ¿Por qué tú y Máximo se odian tanto?
Mi hermano levantó la mirada con lentitud. Había un brillo incómodo en sus ojos, una mezcla de nostalgia y rencor.
—No es odio —dijo al fin, aunque su voz sonó demasiado áspera para parecer sincera—. Es historia.
Esperé en silencio. Adrián respiró hondo, y el músculo de su mandíbula volvió a marcarse.
—Estudiamos juntos en la universidad —continuó—. Máximo era el capitán del equipo de fútbol americano, el tipo que todos admiraban y odiaban al mismo tiempo. Tenía ese carisma arrogante que atraía a las personas y las hacía girar a su alrededor. Además, hacía surf como si hubiera nacido en el agua.
—Suena… encantador —respondí, con un tono que pretendía ser neutral.
Adrián soltó una risa seca.
—Sí, hasta que lo conoces de verdad. Las cosas se complicaron. Hubo una chica… y demasiadas mentiras. —Desvió la mirada—. Digamos que, después de eso, dejamos de ser amigos.
Una chica. Por supuesto.
Siempre había una.
—Y ahora se odian —murmuré, más para mí que para él.
Adrián asintió.
—No es solo eso, Aurora. Máximo no es alguien que debas tener cerca. Es encantador cuando quiere, pero destructivo cuando lo logra.
No respondí. No podía. Porque en el fondo, ya lo sabía. Había algo en la forma en que Máximo me miraba, con esos ojos que parecían diseccionarlo todo. Su arrogancia era casi palpable, pero también lo era la atracción que me provocaba.
Era como mirar al fuego sabiendo que quemaría, pero sin poder apartar la vista.
Pensé en él, en su sonrisa apenas ladeada, en la forma en que su camisa se ajustaba a su cuerpo. Era odioso, sí, y sin embargo, absurdamente atractivo. Seguro era de esos hombres que jugaban con las mujeres por deporte, que solo necesitaban una mirada para desarmarlas.
Un perro con traje caro y sonrisa de pecado.
Sacudí la cabeza. No debía pensar así.
La voz de mi madre me sacó de mis pensamientos:
—La cena está servida.
Nos sentamos en la larga mesa del comedor, adornada con un mantel de lino marfil y candelabros dorados que reflejaban la luz cálida de las velas. Había flores frescas en el centro, lirios blancos y rosas pálidas, y el aroma se mezclaba con el del vino tinto y la carne recién servida.
Los sirvientes colocaron los platos con precisión: filete en salsa de vino, puré trufado y verduras salteadas. Todo lucía perfecto, pero el ambiente… no tanto.
Máximo se sentó frente a mí. Su mirada se cruzó con la mía durante un segundo que pareció eterno. Luego, arqueó apenas una ceja y sonrió, esa sonrisa peligrosa que parecía tener intenciones ocultas.
Adrián, a mi lado, notó el gesto. Pude sentir cómo su cuerpo se tensaba.
—Baja la guardia, hermana —susurró entre dientes—. Eso es justo lo que él quiere.
Yo solo bajé la vista al plato, intentando ignorar el cosquilleo que me recorría los brazos. La conversación fluyó entre los adultos: negocios, viajes, eventos sociales. Yo apenas prestaba atención. Cada tanto, sentía la mirada de Máximo sobre mí, evaluándome, provocándome.
El sonido del tenedor chocando contra el plato fue lo único que me mantuvo consciente de dónde estaba.
Cuando terminamos, los camareros retiraron la mesa y trajeron el postre: tiramisú con un toque de licor. La dulzura se me hizo insoportable, quizá porque el ambiente se había cargado de algo más denso que el aroma del café.
Máximo se levantó antes que todos, elegante, confiado. Saludó a mi padre con una cortesía que rozaba la ironía, luego se inclinó levemente hacia mí, como si fuera a decir algo, pero no lo hizo. Solo sonrió. Y se marchó.
Pensé que todo terminaría ahí, pero una figura femenina se acercó poco después. Era Valentina, la hermana de Máximo, impecable en su vestido marfil y su perfume caro.
—Aurora —dijo con una voz suave pero firme—, fue un placer conocerte. De verdad, me pareces encantadora.
—Gracias —respondí, un poco desconcertada.
Ella sonrió, con ese tipo de sonrisa que no sabes si es amable o estratégica.
—Estoy organizando una fiesta en unos días, por mi graduación. Me encantaría que vinieras. Será en la casa de campo de mi familia, algo íntimo… aunque ya sabes cómo terminan esas fiestas.
—Claro —contesté sin pensar demasiado.
—Perfecto. —Sus dedos se posaron suavemente sobre mi brazo—. Te espero, Aurora. Estoy segura de que será una noche… interesante.
Me quedé viéndola alejarse, con esa elegancia natural que parecía correr en la sangre de su familia. Sentí el peso de su invitación como una promesa velada.
Y en mi interior, esa advertencia que Adrián me había dado horas antes volvió a resonar.
Solo que esta vez, ya era imposible ignorarla.