El amanecer se filtraba por las cortinas de seda cuando Elena abrió los ojos. La habitación, bañada en una luz dorada, parecía engañosamente pacífica. Extendió su mano hacia el lado de Adrián, encontrándolo vacío pero aún tibio. Se incorporó lentamente, escuchando el murmullo distante de una conversación que provenía del despacho.
Últimamente, las cosas habían mejorado entre ellos. Adrián había prometido cambiar, ser más transparente, menos controlador. Pequeños gestos que habían reconstruido una frágil confianza: permitirle salir sin seguimiento, dejarla hablar con su familia sin supervisión, incluso había accedido a terapia de pareja. Elena quería creer que el cambio era real, que el hombre del que se había enamorado podía emerger de aquella oscuridad que lo consumía.
Se levantó y se puso la bata de seda. Sus pies descalzos apenas hacían ruido sobre el suelo de mármol mientras se acercaba al despacho. La puerta estaba entreabierta, y la voz de Adrián se tornaba cada vez más clara.
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