La luz del atardecer se filtraba por los ventanales del ático, tiñendo las paredes de un naranja dorado que contrastaba con la frialdad que Elena sentía por dentro. Llevaba horas sentada en el borde de la cama, contemplando la maleta abierta sobre el suelo de mármol. Vacía. Como si fuera un símbolo de todas las posibilidades que nunca había explorado.
El sonido de la puerta principal abriéndose la sacó de su ensimismamiento. Los pasos firmes de Adrián resonaron por el pasillo, acercándose con esa cadencia que ella había aprendido a reconocer incluso en sueños. No necesitaba verlo para saber que venía con algo entre manos. Lo presentía en el aire, en esa tensión eléctrica que siempre precedía a sus movimientos más calculados.
—¿Haciendo planes? —preguntó él desde el umbral, su voz aterciopelada deslizándose por la habitación como una caricia envenenada.
Elena no se giró. Mantuvo la mirada fija en la maleta.
—Necesito respirar, Adrián. Ya no sé quién soy cuando estoy contigo.
Él avanzó