El silencio de la madrugada envolvía la mansión como un manto protector. Elena se deslizó fuera de la cama matrimonial con movimientos calculados, conteniendo la respiración mientras observaba el rostro dormido de Adrián. Su pecho subía y bajaba con un ritmo constante, sus facciones relajadas en el sueño le devolvían algo de aquella inocencia que ella había creído ver cuando lo conoció.
Descalza, atravesó la habitación hasta el vestidor. Allí, en el fondo de un cajón de pañuelos de seda que Adrián nunca tocaba, había escondido un pequeño cuaderno de tapas azules. Lo tomó entre sus manos como quien sostiene un tesoro frágil y salió al balcón, cerrando la puerta de cristal tras ella.
La noche era fresca. Elena se acomodó en la tumbona y encendió la pequeña lámpara de batería que mantenía oculta bajo una maceta. Abrió el cuaderno y pasó los dedos por las páginas ya escritas, sintiendo bajo las yemas el relieve de palabras nacidas del miedo, la confusión y, paradójicamente, también del am