La luz del amanecer se filtraba por las cortinas cuando abrí los ojos. El brazo de Adrián rodeaba mi cintura con esa posesividad que ya me resultaba familiar. Su respiración, acompasada y tranquila, acariciaba mi nuca. Me quedé inmóvil, observando cómo las sombras jugaban en la pared frente a mí mientras una verdad incómoda se asentaba en mi pecho.
Algo había cambiado.
Con cuidado, me deslicé fuera de su abrazo y me senté al borde de la cama. Mis pies descalzos tocaron el suelo frío, un contraste bienvenido con el calor que emanaba de mi interior. Miré por encima de mi hombro. Dormido, Adrián parecía casi inocente. Sus pestañas proyectaban sombras sobre sus pómulos, y su boca, normalmente tensa o curvada en esa sonrisa calculadora, estaba relajada.
¿Cómo podía un monstruo lucir tan humano?
Me levanté y caminé hasta el ventanal. La ciudad comenzaba a despertar bajo un cielo que prometía lluvia. Apoyé la frente contra el cristal, buscando claridad en el frío que transmitía.
—¿Qué me est