La luz del amanecer se filtraba tímidamente entre las cortinas, dibujando patrones dorados sobre las sábanas revueltas. Elena despertó primero, como solía suceder últimamente. Observó a Adrián dormido a su lado, vulnerable como pocas veces lo había visto. Su respiración era profunda y rítmica, su rostro relajado, despojado de aquella máscara de control que solía llevar durante el día.
Se permitió contemplarlo sin el temor que normalmente la invadía cuando él estaba despierto. Adrián dormido era casi como un hombre diferente: sin la intensidad de su mirada, sin la tensión que siempre parecía habitar en sus hombros. Elena extendió su mano, dudando un instante antes de rozar con la punta de sus dedos el contorno de su mandíbula.
Fue entonces cuando lo notó. Al moverse ligeramente, la sábana se deslizó revelando parte de su espalda. Una cicatriz larga y sinuosa, de un tono más pálido que el resto de su piel, descendía desde su omóplato derecho hasta perderse en la curva de su cintura. Ele