La habitación estaba en penumbra, iluminada únicamente por la tenue luz de una lámpara de pie en la esquina. Elena permanecía sentada en el sofá de cuero, con las manos entrelazadas sobre su regazo, intentando controlar el temblor que las recorría. Frente a ella, Adrián —o Alexander, como ahora sabía que se llamaba realmente— la observaba con una expresión indescifrable. El silencio entre ellos era denso, cargado de todas las verdades no dichas que habían flotado entre ambos durante meses.
—Es hora, Elena —dijo él finalmente, su voz grave resonando en la quietud de la habitación—. Es hora de que sepas todo.
Elena levantó la mirada, encontrándose con aquellos ojos que tantas veces la habían hipnotizado. Ahora los veía diferentes, como si una máscara hubiera caído.
—¿Todo? —preguntó ella, con un hilo de voz—. ¿Estás seguro de que quiero saberlo?
Alexander se acercó al escritorio de caoba que dominaba un extremo de la habitación. Abrió uno de los cajones con una pequeña llave que extrajo