El estruendo fue lo primero.
Un golpe seco, como si algo enorme hubiese chocado contra un muro de piedra, hizo vibrar las paredes y arrancó a Oriana de su sueño profundo. Se sentó de golpe, respirando entrecortado, sin comprender dónde estaba. El techo de madera tallada, el olor a chimenea… el símbolo ardiente en su pecho.
Y entonces lo recordó todo.
El loco del estacionamiento.
El castillo.
El vínculo.
El encierro.
Y ahora… ese ruido.
—¿Pero qué mierda…? —murmuró, llevándose una mano al pecho.
Otro golpe, esta vez más fuerte, recorrió la habitación. El suelo tembló.
Eso no fue un rayo. Eso es algo… vivo.
Se levantó de la cama tambaleándose y corrió hacia la puerta, lista para golpearla y gritar de nuevo, cuando una punzada aguda la atravesó desde el pecho hasta la base del cráneo. Se apoyó contra la pared, respirando hondo, jadeando como si hubiera corrido kilómetros.
La marca brillaba bajo su blusa como metal al rojo vivo.
—No, no, no… ¿qué te pasa ahora? —gruñó—. Ni siquiera estás