La noche había caído sobre el valle como un manto protector. La fogata central crepitaba en el centro del campamento, rodeada de lobos que compartían historias, risas y anécdotas de los primeros meses en aquella nueva manada que apenas nacía. El humo ascendía hacia el cielo estrellado, mezclándose con el olor de la carne asada y la madera encendida.
Elena estaba sentada junto a Darian, apoyando la cabeza en su hombro. Sentía el calor de la hoguera y el latido firme en el pecho de su compañero, un sonido que se había vuelto su refugio, su lugar seguro. Samuel, siempre jovial, hacía reír a los niños con gestos exagerados y voces graciosas, mientras algunos adultos compartían vino casero.
Aún quedaba mucho por hacer en su pequeña comunidad, pero el progreso era visible. Tres meses atrás, apenas habían llegado a esas tierras vírgenes, cargados de incertidumbre y esperanza. Ahora, entre todos, habían levantado casas de madera, caminos básicos y un espacio común donde convivir. Había sido u