El viaje hasta la ciudad B culminó con la aparición de un edificio que no se parecía a nada de lo que Elena había visto antes. Se alzaba como una torre de cristal y acero en medio del distrito financiero, con ventanales que reflejaban el cielo y un aura solemne que imponía respeto incluso desde la distancia. Pero lo que lo hacía único era la fuerza invisible que emanaba de él: un manto de energía que solo los lobos podían percibir, vibrando como un eco antiguo.
El Consejo Supremo se encontraba allí, oculto a plena vista bajo la fachada de una corporación más. Para los humanos, aquel edificio era la sede de una empresa internacional, dedicada a negocios desconocidos y discretos. Para la comunidad lobuna, sin embargo, era el epicentro de todas las decisiones que marcaban su futuro: leyes, tratados de paz, sanciones, alianzas entre manadas.
Elena bajó del auto con una mezcla de asombro y nerviosismo. El portero del lugar, un hombre de cabello gris y traje impecable, inclinó levemente la