El amanecer apenas empezaba a teñir de naranja las montañas cuando Darian y Elena se detuvieron en un claro, aún lejos de la manada. Habían caminado durante horas, disfrutando del silencio, de la compañía mutua y de la calma después de la tormenta de la noche anterior. El aire olía a tierra húmeda y a bosque vivo, como si todo a su alrededor celebrara el despertar de un nuevo ciclo.
Elena, con los cabellos despeinados y los ojos brillantes por las emociones recientes, apretaba la mano de Darian con fuerza. Había algo en ella, algo entre la euforia y la incertidumbre, que no la dejaba callar. Al fin se detuvo y lo miró con seriedad.
—¿Qué pasará ahora? —preguntó en voz baja, como si temiera la respuesta.
Darian ladeó la cabeza, sus facciones endurecidas por la reflexión.
—Tal vez me pidan quedarme en la manada —dijo tras un largo silencio—. Para tomar el lugar que me corresponde.
Elena bajó la mirada, incapaz de sostener la intensidad de sus ojos.
—Entiendo… —susurró.
La tensión en el