La recamara principal de la villa olía a madera y a detergente nuevo; la cama todavía conservaba el desorden de la primera noche y, sobre la mesita, dos tazas vacías. Darian estaba recostado contra el respaldo, la camisa a medio desabrochar, los ojos recortados por la luz que entraba por la ventana. Elena entró sin pensar y se detuvo en seco al verlo: había en sus rasgos algo que, por primera vez desde que lo conocía, no era solo dureza o control, sino una vulnerabilidad contenida. Respiró hondo y se acercó.
—Nix me dijo que eras un rey alfa —soltó sin rodeos, porque la curiosidad le quemaba—. ¿Es verdad?
La pregunta lo puso nervioso por un segundo. No se le notó en gestos grandes, pero ella captó la tensión en su mandíbula, en la forma en que apretó el borde de la sábana con los dedos.
—Sí —dijo al fin, la voz baja—. Soy el heredero legítimo del clan Luna Negra.
Ella se sentó en el borde de la cama, más atenta. —¿ Eres o eras? —corrigió, queriendo entender.
Darian apartó la mirada y