La luna llena seguía ardiendo fuera, un disco pálido que colaba su luz en franjas sobre la cama desordenada. El cuarto olía a sudor, a agua y a algo más oscuro, como tierra removida después de la lluvia. Elena quedó recostada entre las sábanas, la respiración aún agitada, la piel caliente por la marca reciente en su cuello y por todo lo que había sucedido esa noche. Darian permaneció a su lado, con la espalda apoyada en el respaldo, mirándola como si la estudiara por primera vez y, al mismo tiempo, la conociera de toda la vida.
Cuando la marea de la pasión amainó lo suficiente como para que hablar no sonara absurdo, él rozó con la yema de los dedos el arco de su ceja y en voz baja dijo:
—Desde que te vi supe que había algo distinto. Fue una sensación que me atravesó como una descarga: el vínculo se hizo presente, pero no te noté afectada de la misma manera que yo.
Elena, todavía aturdida, lo miró con ojos que buscaban respuestas en su rostro. Era la primera vez que escuchaba a Darian