La habitación estaba tenuemente iluminada por lámparas cálidas, y el aroma suave de hierbas calmantes flotaba en el aire. El silencio que se extendía en el ambiente no era tenso como horas antes; era sagrado, casi celestial.
Cuando Darian entró, se detuvo de golpe.
Elena estaba recostada, sudada, agotada, pero hermosa. Su cabello mojado caía a un lado de su rostro y su pecho subía y bajaba lentamente mientras intentaba recuperar el aliento. A pesar del cansancio, había una luz distinta en sus ojos… un brillo lleno de vida y orgullo.
Y sobre su pecho, acurrucado como un pequeño rayo de luna, estaba el primer bebé.
Darian dio un paso tembloroso hacia ella.
Otro.
Y otro más, como si temiera desvanecerse antes de llegar.
—Elena… —susurró, con la voz completamente rota.
Ella levantó la mirada y sonrió.
Una sonrisa pequeña, cansada…
pero llena de amor.
—Tenemos hijos, Darian… —murmuró—. Los dos… están bien.
En ese instante, el médico se acercó con el segundo bebé envuelto en una manta azul