El eco de los helicópteros se desvanecía en la distancia mientras cruzaba el umbral de la mansión con Catalina en brazos. Su sangre caliente empapaba mi camisa, un recordatorio visceral de lo cerca que había estado de perderla. Enzo y los hombres ya barrían el perímetro, gritando órdenes, pero yo solo veía su rostro pálido, sus labios entreabiertos por el dolor y algo más oscuro: deseo crudo, innegable.
—Dario… duele —susurró, su voz, un hilo tembloroso contra mi cuello.
—No tanto como lo que viene si no te curo ahora —respondí, mi tono ronco, cargado de furia y urgencia. La llevé directo a mi habitación, la puerta cerrándose con un golpe seco detrás de nosotros. La deposité en la cama king size, el colchón hundiéndose bajo su peso. El vestido blanco, ya rasgado y manchado, se adhería a su piel como una segunda capa de tentación.
Mis manos actuaron por instinto: desgarré la tela del hombro herido, exponiendo la curva de su brazo. La bala solo había rozado la carne, un surco rojo que sa