La ciudad olía a humedad y humo de cigarros caros. Milán dormía a medias; las luces del centro parpadeaban como ojos que no se atreven a cerrar por completo. Darío Mancini no dormía. Nunca del todo. Su imperio necesitaba más que vigilancia: necesitaba un pulso que nunca permitiera que bajara. Esa noche, su pulso latía fuerte.
En la sala de mapas de la mansión, la mesa grande estaba llena de papeles, sobres, facturas falsificadas y fotos recientes. Marcó, su ayudante de toda la vida, revisaba unas hojas, mientras Santoro, el jefe de seguridad, miraba la lista de nombres. Luca —el contador que siempre parecía esquivo— colocaba facturas para justificar movimientos millonarios en cuentas, fantasmas y testaferros. Cada número era una excusa, cada firma una ruta que debía quedar sin castigo.
—Han salido dos contenedores del muelle C con destino a Amberes —dijo Marco, sin dejar de mirar el documento—. Pero en los papeles dicen Estambul. Algo nos está engañando en la cadena; tenemos un inform