Celeste estaba acostada en la camilla del quirófano cuando Valeria la vio desaparecer por aquella puerta metálica. Sentía el corazón apretado, como si se le fuera a salir por la garganta. Por mucho que el cirujano fuera el mejor, por mucho que Enzo hubiese movido cielo y tierra para tenerlo allí, nada le quitaba el miedo que sentía como madre.
Su hija, su tesoro, estaría en una operación de cuatro horas.
Cuatro horas que se le hicieron eternas.
Enzo no se separó ni un segundo de su mujer. Le sujetó la mano con fuerza brindando apoyo, le acarició la espalda, le ofreció agua… pero nada parecía suficiente para calmar el temblor constante en el cuerpo de Valeria. Y es que él mismo también estaba temblando.
—Va a estar bien —murmuró, mirándola a los ojos—. Nuestra niña es fuerte —y sí que lo era.
La puerta se abrió finalmente luego de tantas horas de espera, de tantas horas de sentir que el corazón se les saldría por la garganta.
—La operación fue un éxito —dijo el doctor con su caracterí