El rostro de Celeste, cubierto por vendajes blancos, dejaba entrever solo un ojo y parte de su boca. La niña aún no se había visto en un espejo, pero intuía que su aspecto no era el mejor, podía notarlo cada vez que su madre la veía con los ojos humedecidos.
Sin embargo, fue su abuela quien se lo confirmó.
De pie en la puerta, la mujer se detuvo en seco al ver el rostro de su nieta. Se llevó la mano a los labios, como si contuviera un grito de horror.
—Mi niña… —musitó con un temblor.
—Hola, abuela —una sonrisa apenas perceptible se dibujó en el rostro herido de la pequeña.
Olivia sacudió la cabeza como si eso le doliera aún más. Caminó hacia la cama y le entregó un gran peluche blanco con un moño rosado. Traía también un ramo de flores en tonos pasteles. Pero ni el peluche ni las flores lograron esconder el temblor en sus manos.
—Mira lo que te he traído —dijo con una voz quebrada, sentándose junto a ella—. Es un conejito. Pensé que te gustaría.
—Es muy bonito —murmuró la niña