Los ojos de Enzo, fijos en su cara, bajaron con malicia hasta su escote, se pasó la lengua por los labios con lentitud y luego dijo con una sonrisa ladeada:
—Creo que te crecieron un poco.
Ella, al notar dónde estaba fija su atención, recompuso su postura, parándose muy derecha, pero sin dejarse amedrentar por sus ínfulas de todopoderoso.
—¿Has escuchado siquiera una palabra de lo que te he dicho? —preguntó molesta. Sus mejillas se tornaron rojizas en contra de su voluntad.
El hombre, al detallar esto, sonrió ampliamente.
—¿Podrías repetirlo? —su tono falsamente inocente—. Pero de la misma manera —señaló el escritorio.
Valeria quiso maldecirlo, pero sabía que no tenía caso hacerlo.
—¡Eres un imbécil! —gruñó alejándose.
—No deberías hablarle así a tu esposo. No está bien —siguió provocándola.
Cada vez que escuchaba la palabra “esposo”, sentía que algo le carcomía por dentro. Se suponía que había dejado esta vida atrás hacía años, pero él se empecinaba en no dejarla en paz.
—¡Mira