EMILIA
Sentí sus brazos rodear mi cuerpo y las ganas que tenía de él, pudo más que la razón. Lo quería, me sentía protegida, quería todo de él y dormir juntos como estábamos, hacía que mis deseos se intensificaran.
A este hombre debía odiarlo, pero la verdad era que había estado haciendo lo posible porque yo estaba bien. Se había forjado cada palabra y cada encuentro, me había defendido contra el mundo, y había hecho a un lado el hecho de que era la hija de la amante de su padre.
Estábamos acostados en la cama. El calor entre nuestras pieles seguía latente, como brasas suaves que se negaban a apagarse. El aire estaba impregnado del aroma de los dos. Las sábanas caídas hasta la cadera, las piernas enredadas como si nunca hubieran aprendido a estar separadas. Sentía todavía el temblor en los muslos, el eco de su respiración entrecortada sobre mi pecho, y esa sensación de plenitud que venía con la cercanía de un amor que había creído perdido.
La habitación estaba en penumbras, pero era