EMILIA
Decirle a Brandon que otro hombre haría mejor el trabajo que él, fue como encender la mecha de una dinamita en medio de una cámara de gas.
Me di la media vuelta y al dar dos pasos para irme de ahí y dejarlo con el ego herido, el hombre me tomó de la muñeca me jaló hacia él y me dio un beso inesperado, de esos que te roban el aliento y no piden permiso para invadirte.
Sentir sus labios fue algo con lo que había soñado, en el momento en el que me casé con él. El problema es que no fui correspondida. Y eso lo entendí en cinco años de indiferencia.
Las cosas suelen enfriarse, volverse cenizas, aunque estas contenían el calor de lo que una vez fue. Habría sido perfecto que él me hubiera besado en el altar. Pero ahora era como un ladrón cuando tuvo derecho sobre mis besos y no los quiso.
No. Mis besos no valían sus arrebatos, por lo que lo empujé con la fuerza justa para que retrocediera. Me limpié el rastro de sus labios con un movimiento brusco de la mano. Era una fortuna que el