—¿Seguro?
Antes de que pudiera responder, recibió otra llamada. —Bueno, niño rico —dijo Jefferson—. Me tengo que ir. Estaba esperando esa llamada. Oye, llámame si quieres que nos veamos.
Se fue antes de que pudiera decir nada más.
Dejé caer el teléfono en la base y apoyé las manos en la mesa.
No es mía.
¿Seguro?
Sí. Estaba seguro. Pero con toda seguridad quería que fuera mía.
Podía sentir su piel bajo mis dedos, contra mi lengua. Era tan suave, como la seda. Y la sensación de hundirme dentro de ella…
—¡Maldita sea!
Cansado de luchar contra ello, me dejé caer en el sofá y me recosté, mirando al techo.
No era mía. Nunca lo sería.
Pero si ella lo fuera… No había nada en ella que no me gustara. Esa fortaleza, su humor, su amabilidad.
Y ahora… gimiendo, deslicé una mano por mi pecho y me acaricié a través de la fina lana de mis pantalones.
Había fantaseado con que se sometiera a mí, con su voz grave y aterciopelada, áspera por el deseo, diciendo: «Sí, señor».
Ella se sometería. Una noche e