Me reí. —No. Es Cenicienta, tonta.
—Ah, sí. Claro. Estaré atenta a las calabazas y a los zapatos perdidos.
—Cierra esa puerta —dijo una voz fría y refinada—. Hace un frío que pela ahí fuera.
Me giré y me encontré frente a la viva imagen de la aristocracia americana. Si es que existía tal cosa… ¿acaso existía?
Parecía tener poco más de cincuenta años, o quizá casi cuarenta, aunque estaba aprendiendo a reconocer las sutiles señales de una buena cirugía plástica. Probablemente rondaba los sesenta, pero era absolutamente encantadora, sin duda. Su cabello era oscuro, recogido con elegancia. De hecho, casi todo en ella era elegante.
Me miró con una expresión de asombro. De alguna manera, no creí que fueran necesarias las presentaciones.
Al menos no para mí.
—Aleena Davison, ella es mi madre, Jacqueline St. James-Snow.
—Mucho gusto. —Le extendí la mano. Aceptó, aunque intuí que lo hacía más por cortesía y obligación. Tras un ligero apretón de manos, retiró la suya.
—¿Vas a sustituir a Fawna?